Dios Todopoderoso creó el deseo sexual dividido en diez
partes; dio nueve partes a la mujer y una al hombre.
Alí ibn Abu Taleb, marido de Fatima, hija
de Muhammad, y fundador del movimiento sihií
Hablar de la sexualidad humana había sido considerado por la tradición
romana católica como un nefasto acercamiento al tabú, a
aquello que no debe ser removido o revivido en la conciencia del rebaño.
La sexualidad y todo lo que tiene que ver con ella aparece desde esta
óptica como algo oscuro y degradante, como burda expresión
de unos seres que ya no son sino cuerpos desalmados, expulsados del Paraíso
por el pecado, depositarios ciertos de la culpa y culpables, en suma,
de sentir y desear. No puede haber gozo en las almas cautivas de quienes
rechazan la virginidad y la pureza, como no puede haber humanidad sin
mancha, sin esa gota de esperma que llega hasta la conciencia del verdadero
objeto de su conocimiento, y que acaban impidiendo al ser humano encontrar
esas cualidades en su vida real, volviéndolo infeliz e insatisfecho.
El pecado católico por excelencia es el de la carne, porque la
carne es intrínsecamente mala, pecadora, diabólica. La carne
necesita que el espíritu la posea, que se ‘encarne’,
para poder así ser redimida de la oscuridad de su deseo. No existe,
por tanto, ningún conocimiento verdadero acerca de la sexualidad
humana dentro de esta tradición sino más bien dogmas tendentes
a mantener a los seres humanos alejados del conocimiento de sí
mismos, de sus capacidades y de su realidad. Doctrina de la miseria humana,
el catolicismo romano se constituyó sobre la idea de que el ser
humano ha sido desposeído y degradado y que la tierra que habita
es el lugar nefasto de su exilio. Con estas consideraciones la única
redención posible pasa por la negación del cuerpo de la
tierra, de la materia y de la naturaleza. Y así, esta cosmovisión
del miedo, del terror y de la oscuridad inflige a sus feligreses una herida
interior que no se restaña nunca, porque no les es posible vivir
pacificados, porque no pueden dejar de revivir la culpa, ni vivir de manera
genuina el deseo. Ante un planteamiento semejante, paradójico y
castrador de tantas potencialidades humanas, la filosofía de las
luces proveyó a Occidente de un aparato crítico que le iba
a permitir abordar temas esenciales para el humanismo y que habían
sido relegados a la consideración de tabúes por la compulsiva
necesidad de oscuridad que propugnaron las iglesias. Con la afirmación
del paradigma cientificista frente al religioso, se procede a considerar
al ser humano como centro de atención preferente para llevar a
cabo la reconstrucción del humanismo clásico de corte occidental,
que provee al ser humano de ideas sobre el ser y el mundo, y que le sugiere
sentido existencial.
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